Somos ingenieros

Recuerdo los colores de las exuberantes puestas de sol que contemplaba de niña en Montserrat. Todas las tardes, en algún momento, entraba en la habitación de mis padres para contemplar cómo se escondía tras las montañas. También me encantaba regar nuestro huerto mientras disfrutaba del atardecer. El olor a hierbabuena, que invadía el camino, el sabor de aquellos melocotones que endulzábamos en conserva, ese cestillo multicolor que recogía cada día para la ensalada o el gazpacho… son entradas sutilmente tatuadas en mi memoria, y que se valoran aún más con el paso del tiempo. Creo que la mayoría de nuestros recuerdos están íntimamente relacionados con los sentidos, y éstos son a menudo los que nos conectan con las emociones.

Recuerdo la pena que tenía G cuando dejamos la casa de campo en Montserrat. La separación de alguien, o de algo, siempre le pone triste. Él la disfrutó poco tiempo, pero todavía me habla de las aventuras que allí vivió, porque cada día era eso, una aventura: coger moras, seguir huellas, alimentar toda clase de animalillos, coger piñas, sentir el viento montado en tu bici, hacer colonia de flores, tirarte mil veces de cabeza a la piscina, y cómo no, construir cabañas.

Ningún niño debería crecer sin esas experiencias. La verdad es que fuimos afortunados. Hemos tenido la oportunidad de pasar una infancia en contacto con la naturaleza. Mis padres siempre nos llevaron a lugares increíbles, a la montaña, al mar, donde dábamos rienda suelta a las más ingeniosas ocurrencias. Luego compraron “el terreno”, a medias con mis tíos, donde todos tuvimos que trabajar “tela” para hacer una casa, una piscinita… que era la ilusión de cualquier familia en aquella época. Con mis hermanos y mis primas siempre bromeamos sobre cómo se nos “infectó” el “terreno”. Pero también hay que reconocer que aprendimos de todo… Creo que no quedó nada por inventar ni por construir. Todos somos un poco ingenieros desde entonces.

Tiempo después, viviendo a pie de Collserola, hemos intentado que G también disfrutara de la montaña. A G le encantaba subir a los árboles, escalar, buscar espárragos, hacer cabañas, atravesar una y otra vez el río… Siempre que volvíamos decía… ¡Mami! ¡Tengo muuuuchas ganas de comer macarrones!

Ahora vivimos en la ciudad. No hay jardín, ni piscina, pero como lo tenemos todo a mano, disfrutamos de otras cosas: el contacto con la gente, la oferta cultural… La vida es tan fácil aquí… nos sobra tanto tiempo para vivir…

Autora: annacarrera.com

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